En el denso bosque pernicioso, en el árido desierto abrasante, en medio de cisnes blancos y tanto azul, el norte puede ser referencia para quien no desee perderse y andar por el camino anhelado. Hacia el Pacífico, el Caribe, la cima del Orizaba o quien quiera irse a la fregada, uno es libre de elegir el camino que pudiera tomar –y decirlo como opción, no como algo obligatorio–, quizá con el deseo de dejar por los lugares por donde pasa más que simples pasos que el tiempo, y aquí sí lo afirmo con seguridad, borrará irremediablemente al paso de los años.
El deseo de uno mismo es el que debe impulsar a tomar el camino por el que uno quiera transitar. Será uno factores que determinarán si tomar una autopista de cuota o irse por terracería, si en el autobús platicar con el compañero de viaje o ignorarlo y ponerse los audífonos para escuchar todos los discos de Sabina. Y sin embargo (y no lo digo por la canción), muchas veces ignoramos el deseo de uno mismo en la toma de decisiones. A veces le damos mayor importancia a lo que personas o guías turísticas escritas por un tipo que, supongo, debe saber de esto, dicen, y tomamos sus opiniones como si fueran verdades absolutas. Que de qué dan comer las artes, que la ingeniería quesque te dará más plata porque tu tío te puede acomodar. Tal vez hay momentos, y pienso que son muy comunes, que no sabes ni siquiera donde está el norte porque nunca hemos leído un libro de astronomía o porque de niños no le dimos importancia a las clases de geografía pensando en que llegando a casa esperaba una pelea entre Kirby y Pikachu.
¿Pero qué
se necesita para llegar al destino deseado? Por lo que dicen, y tomando en
cuenta lo que quieren decir: un título universitario; habilidades informáticas –y no valen solo Word
y Power Point–; mínimo un idioma diferente al materno (inglés, que por lo visto
no valen los idiomas arraigados en este continente desde hace más de quinientos
años); trabajo en equipo y ser competitivo; tener precio y estar dispuesto a
vender tus días, o tu alma, a tu supervisor, con la esperanza de algún día
tomar su puesto. No creo ser el único al que le han inculcado todos estos
preceptos, y que se esté “formando” profesionalmente ante la tempestad llamada
competencia laboral. Trabajar en equipo y luego destrozarse entre todos,
humildad con hambre de poder, camarería disfrazada de arrogancia; la mochila
con la que cargamos parece más pesada que la losa con la que El Pípila incendió
la puerta de la Alhóndiga de Granaditas o aún más que la flojera de un lunes
para alguien con un horario pesado durante toda la semana.
Quizá también no sepa yo un rábano de nada. Quizá bajarme de la autopista para irme por la panorámica no sea una buena idea. Quizá la vida, con lo que es, me asalte y me deje sin lo que guardaba en los bolsillos. Quizá. Pero mi deseo es el de la rebeldía ante la injusticia; el de ser músico sin saber tocar algún instrumento; el ser un escribidor de historias vividas en un par de días y miles de noches; el de ser un ingeniero que pueda integrar la ciencia con el arte; el de viajar hacia el sur, luego hacia el oeste y terminar en Timbuctú; el de luchar por los derechos y también por los izquierdos; el de hacer lo que realmente amo.
¿El futuro?
¡Quién sabe! Por mientras, paro en la siguiente estación de descanso para
respirar. Elegir un destino a dónde ir es una decisión que necesito tomar. Mas,
de lo poco que sé, es que hacia el lugar al que se dirige este camino no es el
que deseo. Tal vez me vaya por todo el mundo. Quizá por el largo camino a la locura.
0 comentarios:
Publicar un comentario