Dado lo pasado en días anteriores, el despertar en un campo de rosas, en plena tormenta invernal, no era algo tan descabellado. Tantas rosas y yo tan indiferente. Sólo escuchaba lo asíncrono de mi respiración y del latir de mi corazón. Me levanté y anduve fuera de ahí, pero dejando atrás algo que después me arrepentiría de haber soltado. La frialdad de la mañana, con la lluvia de cómplice, calaba hasta el alma. Parece que eso es lo único que puedo sentir: frialdad.
No tenía ganas de hacer grandes cosas; sin embargo, caminé por toda la ciudad con el afán de distraerme. Y así pasaban las horas sin gran novedad. Distracciones muchas y dejé de pensar por algún tiempo.
El día dejaba de serlo y se empezaba de nuevo a apoderarse la oscuridad de la noche. Tuve miedo. Algo tenía la noche que me aterraba el enfrentarla. Huí de ella, pero no me dejaba de acechar paso a paso. Si quería llegar vivo a mi casa tenía que ser más listo que ella. Taxi por favor. En el recorrido por la ciudad pude entender que el mundo no había cambiado para nada en los demás, que ellos seguían con su vida como si nada hubiera pasado. ¿Acaso no se enteraron de lo que hice? Fue un poco reconfortante; un poco, nada más.
Llegué a mi casa justo antes de que el sol se ocultara y dejara de iluminarnos. Me refugié en mi cuarto con la esperanza de dormir. Pero mi conciencia no me lo permitía: gritos desgarradores se escuchaban cada vez que cerraba los ojos. De pronto, oí el encendido del refrigerador y encontré el mejor brebaje para poder aliviar las penas. Saqué un vaso de la alacena y las botellas del escocés. A cada trago se liberaban los cerrojos que no me permitían liberar mis culpas del alma, y a base de cada trago recordaba todo lo pasado y a la vez lo iba "medio borrando". Las botellas se fueron yendo, como también se fueron mis ganas de llorar y vinieron las fuerzas para poder descansar.
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