Día cinco.
Nos dieron las ocho y yo seguía en un rincón de mi habitación pensando y pensando. Aunque pareciera tonto, había descansado demasiado en esos dos días de desvelo. Te mentiría mi amigo si te digo que hay algo grande que contar, sólo el hecho de que fue muy perfecto: un día muy corto y gris. Caminar y caminar fue lo que hice, sin nada más que añadir. Un lunes estupendo.
Día seis.
Lo gracioso de una obra trágica es que al final alguien siempre muere. En sí no es gracioso, es previsible, pero a mí me da risa. Sí, lo previsible me causa gracia. No me hagas caso, mejor luego te cuento. Seguía el frío de esta tormenta invernal en el puerto, mandada perfectamente para la ocasión. El día más frío en mucho tiempo, tan gélido que caminar por el centro era un completo suplicio, aún con café en mano y chamarra en el cuerpo.
Lo previsible me da risa, lo interesante me intriga: nunca me imagine el encontrar el momento más lúcido de mi vida en un autobús del transporte público. Estoy seguro que en mi vida pasada yo fui Camus y reencarné en este ser insolente, patético de pies a cabeza. Y es que esos momentos son de completa libertad y da igual donde estés, lo indispensable es que estés. Entendí demasiadas cosas y decidí lo que tenía que hacer. Sólo era cuestión de planearlo.
Caminé, caminé y caminé. Así se pasaron las horas anhelando ser utilizadas de manera más útil. Yo sólo las miraba irse, como si fueran mujeres de cada noche de embriaguez que visitaba mis ojos y nada más. No así las ideas para hacer tal suicidio en el nombre de todo lo divino. Era momento de hacer cumplir el mandato.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
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