Vivía en la lluvia, en la selva y en el lodo. No sabía nada de ciudades y esas estupideces. Salía sólo de noche. Y alejaba a los duendes con sangre. No era una salvaje, era una humana; tenía ojos para ver, oídos para escuchar y manos para rasgar la piel de sus presas. No era muy diferente a la gente de las ciudades, la gente de ciudad usan sus bocas para rasgar en lo más profundo del corazón, ella sólo desgarraba la parte de afuera, esa que no cuenta.
No tenía nombre, porque no tenía quién la llamara. Vivía ella sola. Mujer y sombra. No conocía idiomas, más que el idioma que los hombres han ido olvidando con el tiempo: el idioma del viento, del agua, de los pasos y del olfato. Le gustaba meterse al agua, y corría desnuda por la orilla. No sentía pena de su cuerpo desnudo. Le gustaba correr y jugar, porque ella seguía siendo una niña. Lo que envejece a los hombres son las ciudades, porque sin ellas, seriamos niños por siempre.
Les explicaría que me dijo cuando la conocí, pero no me dijo nada; sólo gimió, me mostró cosas e intentó morderme.
lunes, 5 de septiembre de 2016
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario